Puede haber otro Bolsonaro en América latina

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Cuando Jair Messias Bolsonaro se decidió, hace dos años, en plena debacle del sistema político de Brasil , a ser candidato a presidente, nadie -ni él mismo- creía que llegaría tan lejos.

Su ambición sonaba imposible. Tan lejana como cierta es ya su victoria en las elecciones de hoy, un triunfo tan real que lleva a muchos a preguntarse cuán posible es que otro Bolsonaro surja en América latina. El camino electoral del capitán retirado muestra que las probabilidades existen.

En el momento que Bolsonaro tomó su decisión, sus amigos le aconsejaron que se presentara, en cambio, como postulante a la gobernación de Río; tendría más éxito, estimaban. El exmilitar insistió en quería ser candidato al palacio del Planalto y que se sentiría satisfecho si obtenía un el 10% de los votos.

Era entonces un diputado de los márgenes del poderoso Congreso brasileño, ese que acababa de destituir a la impopular Dilma Rousseff para entronizar al también desaprobado Michel Temer . Era un político observado con espanto por su nostalgia de la dictadura y por su desprecio por cualquiera que se mostrara diferente a él, desde los homosexuales y las mujeres hasta los negros e inmigrantes.

Bolsonaro no dejaba de ser apenas un exotismo, un dirigente de poco respaldo y menos influencia aún, más conocido por su retórica incendiaria que por su compromiso y productividad legislativa.

Pero, en estos dos años, Brasil se deshizo . La economía apenas levanta cabeza después de dos años de feroz recesión y desempleo. La violencia se ensaña con las calles de ciudades y pueblos. Los juicios y condenas por corrupción, el descrédito, las peleas y mezquindades y la parálisis de gestión pulverizan a la clase política, en especial al centro y a la izquierda. La grieta que tanto atormenta a otros países se profundizó y acomodó en Brasil.

Y los brasileños, furiosos con sus dirigentes, optaron por el candidato que se dice más anti establishment, a pesar de que es diputado desde hace 27 años. Se inclinaron, en definitiva, por lo que se autopromueve como cambio. Votaron, también, con un sesgo que crece en Brasil y que acerca al país al fenómeno que inquieta a una parte del mundo y entusiasma a otra: el de la mano dura, el autoritarismo y la intolerancia.

Tal vez no solo su presidente electo sea así; tal vez ellos son crecientemente así. Una encuesta de Datafloha de hace dos semanas mostró que el 21% de los brasileños cree que el gobierno debería tener derecho a cerrar el Congreso, 7% más que hace 10 años; un 33%, además, estima que el poder ejecutivo debería poder prohibir la existencia de algunos partidos, 11% más que en 2014.

Hoy, Bolsonaro se transformó en el representante en América latina de los los Trump, Putin, Erdogan, Duterte, Orban y Salvini del mundo. Todos ellos son líderes que llegaron al poder con mensajes de cambio radical y palabras simples, emocionales y divisivas. Gobiernan con demagogia, verdades a medias, rechazo por los límites y el disenso y una expresa voluntad de poner a prueba la democracia como Occidente la conoció hasta ahora.

Tras una campaña basada en consignas vagas y volátiles, muchas son las incógnitas sobre cómo gobernará Bolsonaro a Brasil. ¿Será el diputado que durante más de dos décadas y hasta hace muy poco se dedicó a predicar el odio? ¿O será el político que, ante la pérdida de intención de votos, en la última semana se moderó y ayer se presentó con la biografía de Churchill durante su primer aparición como mandatario electo?

Con tanto misterio sobre la futura presidencia de Bolsonaro es difícil predecir si el capitán retirado será como Trump, con su permanente discurso de división y quiebre; si será más como el húngaro Orban, con su imparable avanzada sobre todo los poderes de Hungría; si será como el filipino Duterte, con su inquebrantable afición a solucionar con violencia cualquier problema social; si será todos a la vez o ninguno.

Más allá de cómo se dibuje el perfil y de cómo se construya la sustancia de su presidencia, Bolsonaro confirma el poder de seducción del populismo de derecha, ya asentado en varias naciones de Europa y en Estados Unidos. La victoria del excapitán alimenta su imagen de progresiva imbatibilidad global y contribuye a normalizar una forma de gestión muy particular, una que gobiernan unos pocos privilegiados que ignoran a las minorías.

Bolsonaro también le abrió hoy una una puerta gigante a ese populismo, la de América latina, dominio, en los últimos años, de otra demagogia radical, la de izquierda.

Pocos países de la región fueron indeferentes a un ejercicio de futurología esta última semana. Expertos, políticos, empresarios, fans de las redes sociales se dedicaron a adivinar dónde y cuándo surgirá el próximo Bolsonaro latinoamericano.

Tal vez ese personaje esté en frente de todos y nadie lo registre ni tampoco reconozca las corrientes sociales subterráneas que pueden empujarlo al poder. Como sucedió con Trump en Estados Unidos o Matteo Salvini en Italia, Bolsonaro estaba a la vista de absolutamente todo Brasil. No era un político nuevo ni desconocido; no era una irrupción inesperada.

Pero el establishment se dedicó a criticarlo e ignorarlo con la misma fuerza que desoyó el hartazgo de los brasileños con la política tradicional. Y, «de repente», el 1° de enero próximo Bolsonaro asumirá como presidente de Brasil.

América del Sur es testigo, desde hace unos años, de una oleada de victorias de centro derecha, desde Colombia y Paraguay a Chile y la Argentina.

Sin embargo, ni Iván Duque, ni Mario Abdo Benitez ni Sebastián Piñera ni Mauricio Macri despliegan o desplegaron la nostalgia por la dictadura, la admiración por torturadores o el rechazo por las minorías que muestra Bolsonaro.

Sí puede suceder que la llegada del próximo presidente brasileño los obligue a tomar posición respecto de políticas extremas en la región, sobre todo respecto de Venezuela, si es que Bolsonaro efectivamente confronta a Nicolás Maduro con las armas.

Parece improbable que alguno de ellos ayude a Bolsonaro a mover el péndulo populista de América latina decididamente hacia la extrema derecha.

No obstante, en todos sus países se reproducen muchas de las circunstancias que, juntas, hicieron posible en Brasil la emergencia de Bolsonaro.

La desigualdad acosa a Paraguay y Chile. Las grietas amenazan a Colombia y la Argentina. La corrupción, en mayor o menor medida, está enraizada en las dirigencias de todos los países. Y la desconfianza de chilenos, paraguayos, colombianos y argentinos hacia sus políticos crece al ritmo de los problemas irresueltos de la vida diaria, sean económicos, de seguridad o de transparencia.

Tal vez escondido a la vista de todos en esos países, en esta región, esté un personaje que hoy cause una especie de gracioso horror por sus extremismos pero que mañana, dentro de dos años o en una década, de la mano de soluciones de fáciles, de discursos emocionales y de una clase política incapaz de visión y acción, sea «de repente» presidente, sea el próximo Bolsonaro. El espanto no será entonces tan gracioso.

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